INTRODUCCIÓN
A mediados del siglo XX, en tiempos de reconstrucción cívica y social de sociedades traumatizadas por la Segunda Guerra Mundial, se evidenció la desoladora situación en la que vivían las personas en los hospitales psiquiátricos y la ineficacia terapéutica de los sistemas de salud mental. Existían razones éticas y técnicas para impulsar reformas que buscaban el desarrollo de un modelo terapéutico y social más eficaz para las personas afectadas por el sufrimiento psíquico, que respetase su dignidad.
La conciencia profesional, social y política de esta situación se ha extendido y en la mayoría de los países occidentales ha estimulado reformas de servicios y sistemas consistentes con el tratamiento comunitario, la lucha contra el estigma y la reinserción social de los pacientes1. Entidades internacionales como la Organización Mundial de la Salud han alentado a los países a formular leyes específicas para tal fin y a reorganizar las estrategias de atención, tanto en el sector salud como en los marcos legales que abordan las diversas desventajas de personas con problemas de salud mental, lo cual continúa siendo todo un reto en estos tiempos de escalada autoritaria en muchos países.
En el contexto iberoamericano, los planes de ajuste fiscal y la reducción de la inversión pública han exacerbado las inequidades y agravado los procesos de estigmatización y exclusión2,3. Temas como raza, género y otros marcadores sociales en la producción de desigualdad en salud mental cobran relevancia, y permiten articular experiencias de promoción y atención de la salud mental. Claramente, los trastornos mentales repercuten en la reproducción del ciclo de exclusión y pobreza en muchas familias, como así también las interrelaciones entre la salud mental y la violencia.
No se debe olvidar la persistencia de una brecha de mortalidad para las personas con problemas graves de salud mental en todo el mundo, por lo que la eliminación de este exceso de mortalidad es uno de los desafíos del milenio4,5. Facilitar el acceso al sistema de salud mental, el cuidado de la salud física y la lucha contra la medicalización del sufrimiento mental podrían contribuir a la reducción de esta brecha.
En el campo científico hay una carencia de conocimiento sobre algunas prácticas, así como una falta de evidencia sobre la eficacia de la aplicación en países de ingresos bajos y medios de estrategias que demostraron ser beneficiosas en los países centrales. Las prácticas culturalmente sensibles y sostenibles deben estudiarse con mayor profundidad e incluirse en los programas de capacitación para desarrollar recursos humanos especializados.
La asistencia de personas con problemas de salud mental requirió reformas en el sistema y los servicios de salud para construir una atención adecuada de la salud mental. El desafío actual continúa siendo inmenso. Necesitamos conocer la morbilidad y mortalidad de personas con trastornos mentales graves con el fin de diseñar políticas públicas que aborden los problemas con el alcohol y otras drogas, y políticas públicas de empleo, educación y seguridad social para las personas con trastornos mentales para completar la red de atención ofrecida por los servicios de salud. También, tenemos que afrontar la tendencia mundial que convierte el fracaso social en problemas de salud mental. La pandemia viral que atravesamos ha dejado al descubierto la fragilidad de nuestros servicios sanitarios y sociales y ha certificado la desigualdad y precariedad de las condiciones de vida de muchas personas.
En el conjunto de artículos publicados en la revista Salud Colectiva, como resultado de la convocatoria abierta “Salud Mental y derechos Humanos: desafíos para los servicios de salud y comunidades” encontramos aportes de España6,7,8, Brasil9,10,11,12, México13 y Chile14,15, en los que se presentan experiencias conceptuales y reflexiones sobre planes y programas de acción comunitaria, que pueden contribuir a un mejor conocimiento y desarrollo de la salud mental en la región.